sábado, 27 de septiembre de 2014

La chica que se enamoro de una tumba (Cuento corto)

La chica que se enamoro de una tumba
M
uy lejos, en un pueblo casi abandonado, había una vieja y solitaria iglesia. En su patio ya no se enterraba a los muertos, pues había dejado de funcionar hacía mucho tiempo; su pasto crecido alimentaba ahora a algunos conejillos salvajes que  vagaban por el triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de arboles sombríos; y su oxidado portón de hierro, rara vez estaba abierto, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si alguna alma perdida, condenada a vagar por siempre en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible prisión.
En este cementerio había una tumba distinta a las demás. La lápida no llevaba nombre, pero en su lugar aparecía la rara escultura tipo japonesa. La tumba  era  muy diferente y estaba cubierta de una espesa capa naturaleza muerta; uno podría suponer por su tamaño que correspondía a un joven al que habían olvidado.
No lejos del lugar vivía con sus padres una chica en una casita triste; era una chica soñadora, de ojos grises y largo cabello negro, que nunca jugaba con las otras niños del barrio, él amaba correr por los campos, recostarse a la orilla del río, mirando caer las hojas, ver  los lirios que flotaban al compás en la corriente. No era de asombrarse que su vida fuera triste y solitaria.
La muchachita se aterrorizaba con el espantoso ruido  y su alma joven se encogía cada vez que escuchaba algo caer y los golpes resonando en la mísera casa, así que solía escaparse a los campos donde todo lucía tan calmado, tan puro, y hablaba con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos. De este modo dio un día con el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas cubiertas de maleza, deletreando los nombres de las personas que había partido de la tierra años y años atrás.
Por algún motivo, la pequeña tumba anónima y olvidada atrajo su atención más que las otras. El extraño diseño japonés era para ella una fuente perpetua de misterio y asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando no podía dormir o algo la espantaba en su casa, solía dirigirse allí, echarse entre el pasto seco y pensar en quién podría estar enterrado debajo. Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto, que la adornó según su gusto inocente. Arrancó las ramas  y la maleza que crecía sombríamente sobre la piedra, y recortó el pasto hasta que empezó a crecer espeso y suave como la alfombra del cielo. Después trajo flores  de los caminos donde los espinos llueven sus rosas blancas y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles que crecieron, trenzó una simple cerca alrededor y quito  el moho que se formo sobre la lápida, hasta que la tumba se vio como si fuera la más hermosa de todas. Entonces estuvo contenta. Durante los largos días de verano, gustaba de echarse allí, aferrando con sus brazos la hermosa tumba, mientras un viento suave le acariciaba la cara y tímidamente levantaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban los gritos de las chicas de la aldea jugando; a veces alguna de ellas venía y le proponía sumarse al juego; pero ella lo miraba con sus calmos ojos grises  y le respondía gentilmente que no; la muchacha  impresionada se iba en silencio y susurraba con sus compañeras sobre la chica que amaba una tumba. Era cierto, ella amaba aquel cementerio más que cualquier juego. La quietud del lugar, el aroma de las flores salvajes, los rayos  cayendo por entre los árboles. Permanecía horas recostada boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando las nubes blancas y preguntándose si las nubes  también trataran de buscarnos un parecido a algo al igual que nosotros. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas y reventaban con su  ruido, pensaba en lo lejos  que estaba su casa y giraba sobre la tumba, presionando su mejilla contra ésta como si fuera su frio enamorado. Así paso el tiempo y el verano se convirtió en otoño.
Una tarde, casi al fin del otoño, cuando los árboles se veían marrones y el viento en la colina parecía aullar, la chica sentada junto a la tumba, escuchó chirriar la vieja puerta girando sobre sus oxidadadas bisagras, y  vio como se acercaba unas extrañas presencias. Allí había cinco hombres: dos llevaban entre ellos lo que parecía ser una caja larga cubierta con una tela negra, los  otros dos llevaban palas en sus manos y el quinto, un hombre alto de rostro noble que estaba  envuelto en una capa larga. Cuando la muchachita vio andar a estos hombres de un lado a otro por cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las escrituras casi borradas, su corazón casi dejó de latir y se escondió detrás de la piedra gris con ese raro diseño japonés, llena de terror.
Los hombres caminaban de un lado a otro, buscando entre el pasto alguna tumba. Finalmente el señor de la capa giró y caminó hacia la tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. Entonces el hombre le hizo señas a sus compañeros.
- La encontré, aquí esta- dijo
Los demás se acercaron y entonces, los cinco hombres  se quedaron mirando la tumba. La  pequeña chica  detrás de la piedra no podía respirar. La caja que llevaban la dejaron a un lado del pasto de la tumba y le quitaron la tela negra, con lo que el chica vio un ataúd brillante y cubierta de plata, la luna brilló sobre todo esto.
-Ahora, ¡a trabajar! –dijo el hombre
Al momento, los dos que llevaban palas las clavaron en la lapida. La chica pensó que se le rompería el corazón y ya no se pudo contener, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando:
Oh, señor! ¡No toquen mi  tumba! ¡Es lo único que tengo en el mundo para amar! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo y es como si él me acompañara. La cuido y mantengo el pasto grueso, y les prometo que la cuidare toda la eternidad-.
-¡Calla, muchacha!- respondió el hombre. -Es una tarea sagrada la que debo realizar, el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus ancestros descansan en palacios. No corresponde que huesos como los suyos reposen en un terreno común y corriente. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlo conmigo. Por favor apártate y ustedes  hombres, y sigan con su trabajo-.
Los hombres arrastraron a la chica, la dejaron sobre el pasto, sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en el montículo. A través de sus lágrimas vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd; escuchó la tapa cerrarse y vio las palas volviendo a poner la tierra negra en la tumba vacía; se sintió robada. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron. El portón chirrió una vez más sobre sus bisagras  y la chica se quedó sola.
Regresó a su casa en silencio, vacía de lágrimas y pálida como un fantasma. Cuando se acostó en su cama llamó a su madre  y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la tumba que tenía una lápida gris atrás de la iglesia, la del diseño raro. La madre rió y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana, la chica estaba muerta.
Lo enterraron donde ella había deseado; cuando el césped estuvo alisado y la genta  fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo para cuidar la  tumba.












 

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