La chica que se
enamoro de una tumba
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uy lejos,
en un pueblo casi abandonado, había una vieja y solitaria iglesia. En su patio
ya no se enterraba a los muertos, pues había dejado de funcionar hacía mucho
tiempo; su pasto crecido alimentaba ahora a algunos conejillos salvajes que vagaban por el triste desierto de tumbas. El
camposanto estaba bordeado de arboles sombríos; y su oxidado portón de hierro,
rara vez estaba abierto, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si
alguna alma perdida, condenada a vagar por siempre en ese lugar desolado,
sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible prisión.
En este
cementerio había una tumba distinta a las demás. La lápida no llevaba nombre,
pero en su lugar aparecía la rara escultura tipo japonesa. La tumba era muy diferente y estaba cubierta de una espesa
capa naturaleza muerta; uno podría suponer por su tamaño que correspondía a un
joven al que habían olvidado.
No lejos
del lugar vivía con sus padres una chica en una casita triste; era una chica
soñadora, de ojos grises y largo cabello negro, que nunca jugaba con las otras
niños del barrio, él amaba correr por los campos, recostarse a la orilla del
río, mirando caer las hojas, ver los
lirios que flotaban al compás en la corriente. No era de asombrarse que su vida
fuera triste y solitaria.
La
muchachita se aterrorizaba con el espantoso ruido y su alma joven se encogía cada vez que
escuchaba algo caer y los golpes resonando en la mísera casa, así que solía
escaparse a los campos donde todo lucía tan calmado, tan puro, y hablaba con
los lirios en voz baja como si fueran sus amigos. De este modo dio un día con
el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas cubiertas de maleza,
deletreando los nombres de las personas que había partido de la tierra años y
años atrás.
Por algún
motivo, la pequeña tumba anónima y olvidada atrajo su atención más que las
otras. El extraño diseño japonés era para ella una fuente perpetua de misterio
y asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando no podía dormir o algo la
espantaba en su casa, solía dirigirse allí, echarse entre el pasto seco y
pensar en quién podría estar enterrado debajo. Con el tiempo su amor por la
pequeña tumba creció tanto, que la adornó según su gusto inocente. Arrancó las
ramas y la maleza que crecía
sombríamente sobre la piedra, y recortó el pasto hasta que empezó a crecer
espeso y suave como la alfombra del cielo. Después trajo flores de los caminos donde los espinos llueven sus
rosas blancas y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles que
crecieron, trenzó una simple cerca alrededor y quito el moho que se formo sobre la lápida, hasta
que la tumba se vio como si fuera la más hermosa de todas. Entonces estuvo
contenta. Durante los largos días de verano, gustaba de echarse allí, aferrando
con sus brazos la hermosa tumba, mientras un viento suave le acariciaba la cara
y tímidamente levantaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban
los gritos de las chicas de la aldea jugando; a veces alguna de ellas venía y
le proponía sumarse al juego; pero ella lo miraba con sus calmos ojos grises y le respondía gentilmente que no; la
muchacha impresionada se iba en silencio
y susurraba con sus compañeras sobre la chica que amaba una tumba. Era cierto, ella
amaba aquel cementerio más que cualquier juego. La quietud del lugar, el aroma
de las flores salvajes, los rayos cayendo por entre los árboles. Permanecía
horas recostada boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando las nubes
blancas y preguntándose si las nubes también
trataran de buscarnos un parecido a algo al igual que nosotros. Pero cuando las
nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas y reventaban con
su ruido, pensaba en lo lejos que estaba su casa y giraba sobre la tumba,
presionando su mejilla contra ésta como si fuera su frio enamorado. Así paso el
tiempo y el verano se convirtió en otoño.
Una tarde,
casi al fin del otoño, cuando los árboles se veían marrones y el viento en la
colina parecía aullar, la chica sentada junto a la tumba, escuchó chirriar la
vieja puerta girando sobre sus oxidadadas bisagras, y vio como se acercaba unas extrañas presencias.
Allí había cinco hombres: dos llevaban entre ellos lo que parecía ser una caja
larga cubierta con una tela negra, los otros
dos llevaban palas en sus manos y el quinto, un hombre alto de rostro noble que
estaba envuelto en una capa larga.
Cuando la muchachita vio andar a estos hombres de un lado a otro por
cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las
escrituras casi borradas, su corazón casi dejó de latir y se escondió detrás de
la piedra gris con ese raro diseño japonés, llena de terror.
Los
hombres caminaban de un lado a otro, buscando entre el pasto alguna tumba. Finalmente
el señor de la capa giró y caminó hacia la tumba y, agachándose, se puso a
mirar la lápida. Entonces el hombre le hizo señas a sus compañeros.
- La encontré, aquí esta- dijo
Los demás
se acercaron y entonces, los cinco hombres se quedaron mirando la tumba. La pequeña chica detrás de la piedra no podía respirar. La caja
que llevaban la dejaron a un lado del pasto de la tumba y le quitaron la tela
negra, con lo que el chica vio un ataúd brillante y cubierta de plata, la luna
brilló sobre todo esto.
-Ahora, ¡a trabajar! –dijo el hombre
Al momento,
los dos que llevaban palas las clavaron en la lapida. La chica pensó que se le
rompería el corazón y ya no se pudo contener, se arrojó sobre el montículo y
exclamó sollozando:
-¡Oh,
señor! ¡No toquen mi tumba! ¡Es lo único
que tengo en el mundo para amar! No la toquen, pues todo el día me recuesto
aquí y la abrazo y es como si él me acompañara. La cuido y mantengo el pasto
grueso, y les prometo que la cuidare toda la eternidad-.
-¡Calla,
muchacha!- respondió el hombre. -Es una tarea sagrada la que debo realizar, el
que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus ancestros
descansan en palacios. No corresponde que huesos como los suyos reposen en un
terreno común y corriente. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo,
y he venido a llevarlo conmigo. Por favor apártate y ustedes hombres, y sigan con su trabajo-.
Los
hombres arrastraron a la chica, la dejaron sobre el pasto, sollozando como si
se le rompiera el corazón, y cavaron en el montículo. A través de sus lágrimas
vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd; escuchó la tapa
cerrarse y vio las palas volviendo a poner la tierra negra en la tumba vacía;
se sintió robada. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron. El portón chirrió
una vez más sobre sus bisagras y la
chica se quedó sola.
Regresó a
su casa en silencio, vacía de lágrimas y pálida como un fantasma. Cuando se acostó
en su cama llamó a su madre y le dijo
que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la tumba que tenía una lápida
gris atrás de la iglesia, la del diseño raro. La madre rió y le dijo que se
durmiera; pero cuando llegó la mañana, la chica estaba muerta.
Lo enterraron
donde ella había deseado; cuando el césped estuvo alisado y la genta fúnebre se retiró, esa noche apareció una
nueva estrella en el cielo para cuidar la tumba.
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